De Cuba y otras hierbas

sábado, 31 de mayo de 2008

El Creador















Sólo, como soplo de principio vital, abarcándolo todo se encontraba Yaya, creador de lo existente, cosechador de sueños, espíritu ancestral innominado. Era el yo. Sin género, conjugación ni tiempo. Sustancia primigenia. Figuración del caos como origen del orden. Una simple palabra jugando a todo o nada.

Labró con sus manos la tierra, creando las montañas y valles. De una enorme gota de su sudor formó al Caribe mar y a cada una de sus hermosas islas, por donde hacia circular los ires y venires de la lluvia y los vientos, dorando todo sol, plateando todo, luna.

Seleccionó cada simiente y cosechó sus frutos. Con sabiduría describió los secretos ocultos en las aguas, la fortaleza que estas, otorgan a la siembra, la abundancia de frutos que provocan.

Una vez terminado el día, se recostó soñoliento y de un primer bostezo surgieron innumerables animales que felices comenzaron a corretear por aquellos parajes repletos de frescor y de silencio. Ante tan majestuosa obra, por vez primera el Creador, sintió la soledad.

Reposo,... luego existo - murmuró - mientras se revolcaba en un silencio espeso, eterno. Lo terrible de su estado era la ausencia de memoria. Cada paso o gesto tenía que ser reinventado en el instante mismo de su ejecución y se perdía irremediablemente como partícula fugaz. Así Yaya, grandiosamente sencillo, ramillete de luces... pensaba en ser otro en quien buscarse.

Así se forjó al hombre. Y fue éste diferente, para poder Yaya reconocerse.

Demoró apenas un abrazo gestar al hombre. Para ello utilizó lo que había cosechado, una calabaza, dos granos almendrados de café, el revoleteo inquieto de un zunzún, dos cuentecillas de peonía y la fragancia del azahar. Pulposas tajadas de zapote brillaron parpadeantes de rocío, savia de los frutos del monte: resina y miel le fundaron la piel, dientes color arena y unos ojos profundos y negros como la calurosa noche que le daba existencia regocijaron al Creador. Pero a pesar del hombre o por el hombre mismo: el silencio le seguía pareciendo insoportable, hasta que por azar un jilguero en vuelo, con canción afilada se le incrustó al hombre en la garganta. Y... surge un canto de voz desconocida, y ahora Yaya no tiene que hablar en el silencio.

El hombre era hijo, la creación del Creador, el primer desafío, la primera palabra impuesta por la ausencia. Era norte y fuego, sal y sur. Con sus inmensos brazos manoteaba lo desconocido, tanteando al derredor. Nunca fue niño, giraba velozmente arrastrando a su paso la inocencia. Nada le detenía, su malicia era verdadera y su fuerza radicaba en su falta de arrepentimiento.

Al final de ese día, el Creador carraspeó y como cualquier padre feliz, pensó que era hermoso su hijo, y se durmió tranquilo sobre los manglares y esteros donde anidan las garzas y en el silbo está toda la verdad contada u olvidada. Al despertar se encontró con la fuerte presencia del hombre, su desafío le helaba la mirada y en todo el universo no hay memoria de encuentro más distante.

No obstante algo era cierto, era feliz y volvió a suspirar. Puso por nombre a aquella hermosa rebeldía Yayael, y lo amó desde el primer instante. Sólo al verle sonreír, tuvieron significado las montañas, los mares, las arenas, los pájaros.

El hijo era soberbio, alegre y pretencioso, solidario y muy cruel, demasiado ambicioso. Nunca pudo entender la fuerza del Creador, ni su eternidad solitaria.

Solía correr desnudo por el jardín de islas entre cálidas aguas arrastrado por una jicotea que le daba lecciones acerca de la vida. Ya en la orilla se acostaba en la arena y comía y bebía hasta saciarse.

Cada mañana era una sorpresa y lo aprehendido le ayudaba a hacer frente a la soledad, la misma que condujo al Creador a toda su epopeya. Yayael, se sintió sólo al igual que su padre, y aprovechando que dormía, construyó al “otro” desde su soledad. Y se repitió y repartió todo y tuvo que volver a reinventarse, y conjugar a las palabras, y los gestos y cualquier otra forma de existir, sin importarle la ancestral autoridad de Yaya.

Y tuvo el “otro” una sinfonía de pasiones, y conquistó la luz, los caminos, la sangre, la tormenta, la música, los sueños, las mañanas. Y tuvo por nombre Itiba Cahuaba, y fue mujer y madre tierra pariendo a gritos cuatro hijos, y se pegó a la tierra con las uñas y le dio de beber. Es pueblo - madre - ensangrentado de donde nacen los destinos que reúnen al hombre.

Al quinto amanecer la ambición en Yayael pudo más y renegó varias veces del Padre, encontrando su camino en la muerte, su cuerpo fue devorado por los cuatro gemelos con curiosa imprudencia y con sus huesos los hombres jugaron a construir futuro.

Las tibias noches de luna llena, cuando la paloma torcaz remonta vuelo quién sabe a donde, y el mar crepita al derretir el sol, Inriri Cahubabayael con sus graznidos nos recuerda a los hombres cuanto cuesta ser libres, mientras que dos antiguas siluetas retozan, eternamente desafiantes. Algunos confundidos parecen no advertirlas, otros creen que es futuro y se aferran por eso a los anocheceres.

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