De Cuba y otras hierbas

sábado, 31 de mayo de 2008

Amada Sombra amada














Todos los días con la puesta del sol, cuando el tiempo diseminado en cualquier dirección se detiene hacia el sur, un estallido de ausencias refleja una silueta de furiosos rojinegros. Ángelus de paso firme y grácil contoneo de caderas que esparce su oscuro cabello e inmensos ojos verdes sobre la agonía del crepúsculo, ardiente devaneo que procura reinstalar la memoria en los atardeceres.

Cuando esa lobreguez se diluye en los áridos pastizales que enclaustran el poblado, las mujeres auguran su destino desde esa nefasta oscuridad y proyectan sus infortunios en la sórdida espesura que la sustenta. Imploran que la verdad no le explote en el medio del rostro y le rompa la cara. Roto silencio, partido siempre en dos, obligado a escupir una blasfemia. Desaliento y temor crucificados por palabras en cuerpos que agonizan completamente ciegos sin sus alas.

Los hombres, por su parte, parecen fundirse con Sombra en una entidad, como si la misma emanara de su imaginación y sublimara su presencia en las vacías noches de la olvidada Villa. Sombra y hombre se derrotan, ora en el lecho donde conjuran sus cómplices atisbos, ora en el cuerpo donde sepultan la lujuria como ofrenda, reservada a la lengua de la Santa Sombra desnuda y enterrada en el exacto sitio y momento en que los sueños gimen y el cuerpo penetrado se retuerce. Sombra de mujer sola, sombra mala, mujer no liberada de su sombra, sombra atada, mujer atada por su sombra mala, mala mujer en boca de otras “santas” que quieren ser tan malas como sombras, santa sombra del mal, mala palabra en boca de la noche que la salva. Así, de la tarde, surge “la Amada” para seguir tejiendo su sueño de tinieblas.

Amada salvajemente bella, intensa, extraña, no la sojuzga la conciencia ajena y es lo más parecido a una caricia; en su cuerpo cualquier hombre redime sus fantasmas. Poco saben de ella los que gozan de su frenético placer. Y no hay palabras que puedan construir su paraíso, la dulzura de sus ganas, no existe un solo ser que no pretenda sondear su alma cuando el sol ya no existe y una silueta firme, descarnada se desata los huesos uno a uno, y se mete despacio en el costado justo en que le falta al hombre el verbo.

En una carpa de colores que se encuentra a pasos de la Plaza habita Amada absorta. En la entrada hay un pequeño letrero donde rezan las siguientes palabras:

Cualquiera que pase,
puede entrar sin ser visto.
No espere regalías,
un pequeño tirón en el bolsillo,
una bofetada de humo,
un grito o una buena mamada.
Rompa la falsedad
aunque por ello se parta en dos
a la misericordia.

La carpa redentora es frecuentada por todos los mancebos del poblado, su dueña no conoce de razas ni credos ni blasones, sabe de sus ancestros y sus andanzas por las inmensas tierras africanas, de marineros portugueses que concurren a la feria a vender sus productos y encamarse con la puta más rara, de granjeros y señoritingos que vienen a retozar por sus encantos con presuntuosa usura, de guajiros y chinos conversos que viven en el monte a las pajas. Y hasta comentan que le cumplió algún sueño, la mismísima Ochún, la orisha del amor y de las ansias que seriamente rige en su cabeza y que le guarda. Pero la única riqueza que disfruta y recorre es la tierra que intima y que ama, es la fértil y majestuosa Habana, de empedrados y aromas, amante de marinos, mujer prostibularia que amamanta piratas, espejismo de luz en el inmenso azul de la resaca. Su amor por ella le tortura y le salva cuando el hombre en quien sueña se ausenta, sereno al despertar con la alborada y la sombra que la posee por las noches, exhausta se adormece sobre lágrimas.

La tarde en que apareció en la Villa “el forastero”, se escucharon afligidos tañidos de campanas, aguas danzantes que rebasaban los aljibes y un penetrante olor a azufre irrumpía hasta en los más recónditos lugares, pero lo más excitante de su presencia era la música bestial que emanaba, que estremecía a las aves y alborotaba a vagabundos. Nadie recuerda su rostro, ni linaje, ni voz. Nadie le hubiera recordado si no fuese porque en uno de sus paseos por el pueblo, en una esquina, como por casualidad, a la sombra de un limonero, estaba Amada, tejedora de sueños. Una alegre canción escuchada parecía invadir todo. La voz del trovador mulato que le canta al amor y logra que los pájaros jueguen deliciosamente a posarse sobre los tejados, musitaba cálidos versos, al tiempo que la chusma diligente reposaba a la sombra de los flamboyanes del Puerto. Fue esa voz la que acarició el corazón del forastero, quien deslumbrado por primera vez en muchos siglos se pudo conmover hasta el suspiro, imprimiendo cada uno de los versos a su aliento... y el trovador cantaba:

“La luz que en tus ojos arde,
si los abres amanece
cuando los cierras parece
que va muriendo la tarde”

Todo se transformó en un instante, toda la luz del mundo, invariable, se quedó retenida en las pupilas de aquellos jóvenes que se miraban otra vez y otra vez, reconociéndose en ese gesto eterno. Él supo que sus días de placidez y soledad estaban terminados y que algo tierno y cálido comenzaba a instalarse al “sur de su garganta”. Ella le suplicaba a Dios clemencia pues sentía que el peregrino la despojaba perennemente de tristezas, dejándole habitar en sus profundidades donde nadie en el pueblo pudiese lastimarla; tenía la extraña certeza de que al anochecer los pasos de él se detendrían cansados de caminos y le sorprenderían dibujando su sombra con vocablos muy dulces y un rugido de fiera que en boca del extraño se mudaba en versos:

Temerosamente cierto
es el amor que llega a mi garganta.
Insomne vigía, acto de fe,
juguete de tus sábanas.

Me gustaría tenerte
a sorbos, calor, siesta,
descarada inquietud
penetrando tu espalda.

No es ninguna caricia,
no es consuelo,
verdad ceñida a medias / loca trampa,
que me borra la tierra
calcada en las rodillas,
por la distancia tan desesperada.

Si tuviera la suerte del amor
que me llena de sueños la garganta,
inundaría algún corazón amargamente,
para quedarme quieto
entre sus alas.

Los amantes detenidos en el centro de una confusión natural se preguntan quiénes son desde un reprimido silencio, saben que pueden en un instante estar al borde de migrar, letanía del margen en que suelen sobrevivir los enajenados, mundos amados desde orillas cercadas por la oposición, tratando de adivinar el momento en que pueda fermentar el futuro desde ese impedimento. No se trata de renuncias. Es sencillamente la inexistencia de los otros desde la mirada confundida del sueño que no pretende congeniar con los difuntos.

Si el sol ese día de gracia no hubiese marcado con línea débil la cabeza confundida de los amantes y el vacío de estómago no hubiera detenido al forastero, quién hubiese podido complacerse con la leche materna retenida en las gloriosas tetas de la Amada. Sagrada leche que sería pan en bocas de sus hijos, que sació antigua sed, en bocas, cautivada. La Sombra mala se apoderaba todas las tardes de la muchacha, secándole las glándulas mamarias como un oscuro cráter lunar, inhóspito y estéril, sin niños que revolotearan acariciando sus laderas. La santa Sombra frente a un hombre de veras nada podría hacer y sólo amada así, Amada lograría librarse del maleficio de ser diferente.

Ahora desea maldecir por haber crecido huyendo de la imagen de su madre, necesita blasfemar, sobreviviente temerosa a la oscuridad del padre “celestial”, quien con confundido amor rompe cariñosamente los huesos a mamá, mientras cose recostada al fogón sollozando por el destino de la protagonista del último culebrón. Ya se le había prendido la frágil letanía; se repetía: “tu padre no es tu padre”. Entonces, sólo entonces, sentía gran alivio y entre dormida se imaginaba puta.

Al acecho en la calle, virtual transformación de rostro y cuerpo, reflejados en otro espejo roto de un puñetazo, padre grita como un mariachi herido “a las buenas, soy muy bueno y a las malas soy bien malo”. Es la silueta que reconoce como suya desde hace un tiempo largo, entretanto con las piernas abiertas a la espera de la maldición tiene certeza de que ese es el precio que tiene que pagar para sentirse libre. Voz de su conciencia que reta a los locos que se atreven a desafiar la gravedad. Expresión atada a la cintura por cintas de colores que evitan su caída estrepitosa contra el piso, descifrando intenciones en brazos y piernas que empiezan a quebrarse. Una muchacha resiste los embates de la sombra, al tiempo que con la mirada fija pretende recordar una canción que repite hasta el cansancio:

“Amada, la claridad me cerca,
yo parto, tu guardarás el huerto,
Amada, regresaré despierto,
otra mañana terca de música y lirismo,
regresaré del sol que alumbra el dulce abismo”

Cierra los párpados para no enceguecer, teme que la imaginación se le cuelgue a la espalda, a ella que no cree en la Ley del Talión. Ghandi, el Mahatma, decía: Si es ojo por ojo, el mundo puede quedar ciego. Con rabia insiste en que se queden sin vista los culpables entretanto vuelve a pensar en la sombra, en el pueblo que es historia y en el forastero y su suerte. Tiene la certeza de que todo esto habita sólo en su imaginación, pero le apetece reconocerse en la puta que pudo ser. ¡Qué valor de mujer para oponerse a su destino! Vuelve la palabra a través del recuerdo, lo último que le escuchó decir a Amada mientras se deshacía de la Sombra todavía la conmueve: La mejor definición del fracaso es no tratar...

La tarde reproduce una silueta que agitada por la brisa se esfuma como un sueño. Una santa palabra recorre la boca de la noche - puta feliz - a pesar de la Sombra. Tierna presencia, luz de buena mujer, albor de vida, surge Amada. Mientras su sombra revoletea siniestra alrededor de un cuello, jadeante, agazapada, se retuerce y ataca. Esta hija estéril del Quijote imagina a la Sharon Tate prestándole a Rosemary el bebé, fruto de la última puñalada que Mason le asestó en el infierno a Polanski.

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