De Cuba y otras hierbas

sábado, 31 de mayo de 2008

De algo hay que morir












Todo comenzó con un retorcijón quién sabe dónde y los mil y un achaques. Pero lo verdaderamente preocupante era la insistente fetidez, ese olor insoportable, que en varias ocasiones me hizo insultar a los vecinos y revisar las cloacas del departamento hasta constatar lo irremediable: lo que me, te y les molestaba salía de mis entrañas. Aromas pútridos revoleteando mis humores, esencias mefíticas en contraste con las fragancias exquisitas y los olores agradables establecidos por las reglas de higiene y urbanidad. Deseaba cagarme en la mierda y no tener que soportar toda la pendejada de la neumática y el olfato y el aire. El aire, fluido fundamental conspirando en mi contra. Los suspiros me han convertido en un caldo espantoso, repletos de materiales fulminantes: vómitos secos y parduscos como tierra de pantano. Miasma silenciosa y ácida, que surge de un verdadero cuerpo en descomposición.

Según la Real y académica Encycclopaeidia Britannica: “Acabar con la confusión de las emanaciones, con las ‘vaguedades acerca de lo pútrido’ como dice Jacques Guillerme, a fin de acceder a la comprensión de los mecanismos de la infección...” Bla, bla, bla... Toda esa porquería devorando mi cuerpo y mi cabeza. Extraña incongruencia de quien sufre, mientras se pudre literalmente en vida y debe de explicarlo. Y ese maldito olor, persistente, recordando lo obvio.

Por eso, no es de extrañar que las primeras noticias fueran esperanzadoras. El quiste es maligno, había dicho el doctor, y crecía violentándolo todo, incluso la existencia que se escapa subrepticiamente entre humaredas y vapores acuosos que espantan las mismísimas mofetas.

Desde ese instante se me intimó a desistir de mi irónica actitud, alegándoseme que en caso contrario, sería víctima de mi desinteligencia, y ni el hospital ni el cuerpo médico se harían responsables de mi exceso de optimismo. De inmediato un consejero sugirió que cediera a la condición de moribundo y disfrutara de los grotescos placeres que otorga tan promisoria situación. Algo así como: disfruta ahora que tienes el mundo a tus pies, miradas de benevolencia, seres queridos confundidos por tus nauseabundas inmundicias que salpican, sacudiendo las bases de los muros y a las personas que los transitan.

Frente a esa intensidad olfativa y entorno excrementoso hasta los más perversos se rinden en lastimero ritual. Asqueados por pesados olores que lesionan el tacto, huyen despavoridos los más débiles, que de inmediato relacionan lo hediondo con la muerte y desacertadamente lo pútrido con el pecado. Ese es el momento ideal para pedir y hacer lo que nos pertenece por derecho propio y postergamos porque creemos en la inmortalidad. Atestiguar con la presencia del nauseabundo, el olor orgánico que legitima la muerte y el retorno a fiebres espirituales. Momento ideal para integrarse sin remordimientos a la inmensidad atmosférica, donde los hombres defecamos, escupimos, eyaculamos y evacuamos variados efluvios contaminantes. Ah, pero eso sí, se deben hacer en patética privacidad. Nadie imagina a la mujer seducida sentada, pujando atascada y sudorienta en el inodoro. Total, mientras eso se haga entre cuatro paredes y ella salga radiante, perfumada, con cara de yo no fui, negaremos la posibilidad de que semejante belleza sea capaz de provocar la obstrucción de cloacas con sus concentrados humores.

¿Pero quién disculpa a los moribundos y su olor? Nosotros los podridos, debemos andar por el mundo con el olor a cuestas, representando la defunción y ventilando los hedores privados a público conocimiento. Lo terrible es cómo nos retribuyen tan inevitable y anticipada franqueza. Representamos lo que tendrán que ser y ese espejo duele, y se sabe que el hombre y el dolor nunca han hecho buenas migas. Pero... son muchas cosas por aclarar, nos falta tiempo y lo de pedir prórroga no está en la ética de un verdadero desahuciado.

Compleja es la dialéctica y no explica la muerte ni los viejos temores que no tardan en confirmárseme. La piel reseca y agrietada me difumina y la impertinencia continúa cegándome los huesos. Soy una patógena presencia que ha perdido el monopolio de la infección, pero sigo siendo amenazador y lo que me consume prolifera complacido en mis fluidos. A veces pienso que todo está relacionado con mis vicios, la suciedad y sus dominios; otras prefiero pensar en el azar. Definitivamente, decido sucumbir a las tentaciones del final que arrastrarme pálidamente entre escombros. Después de todo, si las sombras son nuestras proyecciones y nos pertenece, algo quedará reflejado en un ocaso, llovizna fina seca de palabras. Entonces podré ser sepultado premonitoriamente, mientras a pura piel y hueso mi obscenidad saldrá a jugar en los regazos de otras almas.

Comienzo a imaginar a los que rezan de noche, al Espíritu Santo recostado sobre un montón de cenizas, sin dolor, atento a las súplicas varias. Como si todo fuera tan fácil, como si los reclamos fueran importantes en materia de ángeles. Esos seres caídos, sudorosos, intrépidos, ociosos, malolientes, estresados, estúpidos, lascivos, tendenciosos, voladores ingenuos. Curioseo acerca de la saliva que se gasta de noche con tanto parloteo. Me pregunto si la misma podría lubricarle la codicia a seres asexuados con dolor en los huevos por falta de fornicio. Como si tanta injuria, la de todos los días, pudiese perdonarse. “Perdón”, que palabra jodida e infalible, que nos traspasa el alma con groseras puntadas.

La clemencia es asunto de vivos. Bueno sería que buscáramos indulgencia en los difuntos. Bueno sería... que nos dejen en paz. Y nótese que, por primera vez, Yo, el desahuciado, acepto mi destino.

Sigo despierto y eso es lo que me duele mientras un grupo de huesudos inescrupulosos deambula sobre mi existencia.

-Eh, oiga usted. Sí, sí, usted mismo.

-Ya sé que es un cadáver. Y qué tiene que ver. Al fin y al cabo usted también tiene su almita.

-¿Qué?

-No... no puede ser, que tuvo que venderla. Así que con esas tenemos. Entonces lo de la vida eterna y el paraíso también es un negocio.

-Bueh..., No importa, miéntame, total una mancha más al tigre.

-Pudiera tener un poco de misericordia conmigo.

-¡Por favor!

-No se da cuenta de que sufro.

-Que no le importa.

-Usted definitivamente no tiene perdón de Dios.

-Ah... tiene usted razón, olvidaba lo de la venta, perdone usted.

-¡Que cínico! Claro que no me contradigo compadre, lo que sucede es que digamos, usted no es exactamente un cadáver convencional.

-Que no, hombre, que no le estoy sicoanalizando, que los terapeutas me dan por los mismísimos cojones.

-A sí, sí, sí, mucha espiritualidad pero a la hora de los mameyes, los difuntos te las mandan a tomar por el culo y no te dan el frente. Que lo de pedir es pura pendejada. En fin, los vivos seguimos siendo peligrosos, mientras esas mortajas vendealmas anidan en las palabras de un Cristo que traicionan, entre otras boberías. Muchas veces la vida te obliga a cambiar el escenario a cachetazos.

-Y tu qué crees, que no reniego. Pues sí. Por eso en Semana Santa me da mucho coraje ver como se lo van gastando todo, a pura máquina y en nombre del Señor, Amén. Que me escupan cien veces, si los llenos tiene acceso al Reino de los Cielos. ¿No es que los últimos serán los primeros?

Doy vuelta a la cara y allí sigue el cadáver, matándose de risa. Entretanto el alma de un alto ejecutivo le tira una limosna al nauseabundo.

El cuarto, mi cuarto, el que fue nuestro cuarto, está en aparente silencio. Es lo que llamo ensayo general sin público, adaptación a la mortaja. Ahora que me abandonaron porque no podían soportar tanta congoja y también creo en parte, porque no llené sus expectativas en cuanto al rol trágico que me habían asignado. Muchos deben haber pensado... encima que se muere, tenemos que soportar su mortífero y agonizante humor negro. Qué cabrona costumbre la de colorear actitudes. Me dan ganas de gritar: los grises muchachos, los grises. Pero temo que se confundan y lo tomen como acto de redención y supongan que me refiero al riguroso y demodé medio luto del mundo puto.

Durante el relato un espiral de humo se escapa y arrastra, adhiriéndose a mi barbilla al mismo tiempo que advierte su elixir que mata. Tan hipócrita como los pulmones y el cerebro, como las advertencias sobre el daño que provoca fumar a la salud. Y se justifican, entretanto refunfuñan: ¡Nadie puede morir por placer!. Jodido es el enfisema, el infarto, la obesidad y eso qué carajo tiene que ver conmigo y el tabaco.

Esos naturistas de mierda, metiendo cizaña donde pueden. Resulta que ya no se puede comer bien, atracarse como en los buenos tiempos. No, si es lo que yo digo, si hasta la mamancia está prohibida. Ahora resulta peligrosa. Lo último que hice fue colocarme un condón en plena lengua, y mamé hasta que se me cortó la circulación en la sin hueso. Con lo rico que es un buen sesenta y nueve. En mi niñez solíamos preguntarle a las jevitas sabrosonas.

-¿Quieren hacer un trato?

Ellas pizpiretas preguntaban: - ¿Qué trato es ése?

Y nosotros guasonamente contestábamos: El trato del esqueleto,... tu me la mamas, yo te la meto.

Pero ahora ni siquiera ese trato se puede realizar, es por lo del SIDA vio.

La culpa la tienen esos inútiles e inescrupulosos esqueletos, que se acuestan con la muerte y ella les trasmite las mil y una pestes. ¡Esqueletos de porquería! Que ni siquiera soportan una maldición. Sería una ironía desearles que se pudran, cuando lo hacen por pura voluntad.

No es que pretenda un trato generoso, ni es que tenga nada personal con la pelona. Lo que sucede es que la soga siempre se corta por el la’o más débil, y los muertos ya no son como antes. Si hasta patriotas eran los cabrones, o es que acaso no recuerdan los siguientes versos:

Si desecha en menudos pedazos
Llega a ser mi bandera algún día,
Nuestros muertos alzando los brazos,
La sabrán defender todavía.

Já... muertos eran los de antes. La sorpresa que se llevaría Byrne. Intenten levantar a uno de los muertos de ahora por alguna emergencia. Ni modo.

Es cierto que la gente cumple menos, frecuentamos poco nuestros cementerios. Pero ciertamente con la televisión y la Internet, no queda casi tiempo. Y la abuela se retuerce de envidia al enterarse del orgasmo femenino, la masturbación, el sexo grupal, las relaciones prematrimoniales, y otras tantas fantasías, que de habérselas contado a su marido la hubieran hecho puta. Y ahora que está libre de carne y de prejuicios, la naturaleza le vuelve a jugar una mala pasada. Las uñas que crecen sin parar no la dejan manosearse la pelvis. Y la familia que viene cuando le parece, con la cantaleta de cambiar las flores, cortar la hierba y la mar en coche, y a nadie se le ocurre dejar un maldito cortaúñas.

Y es que las tradiciones hacen tanto daño como la muerte y la abuela al igual que nosotros, está presa por las dos, quién sabe desde hace cuánto tiempo.

El Creador















Sólo, como soplo de principio vital, abarcándolo todo se encontraba Yaya, creador de lo existente, cosechador de sueños, espíritu ancestral innominado. Era el yo. Sin género, conjugación ni tiempo. Sustancia primigenia. Figuración del caos como origen del orden. Una simple palabra jugando a todo o nada.

Labró con sus manos la tierra, creando las montañas y valles. De una enorme gota de su sudor formó al Caribe mar y a cada una de sus hermosas islas, por donde hacia circular los ires y venires de la lluvia y los vientos, dorando todo sol, plateando todo, luna.

Seleccionó cada simiente y cosechó sus frutos. Con sabiduría describió los secretos ocultos en las aguas, la fortaleza que estas, otorgan a la siembra, la abundancia de frutos que provocan.

Una vez terminado el día, se recostó soñoliento y de un primer bostezo surgieron innumerables animales que felices comenzaron a corretear por aquellos parajes repletos de frescor y de silencio. Ante tan majestuosa obra, por vez primera el Creador, sintió la soledad.

Reposo,... luego existo - murmuró - mientras se revolcaba en un silencio espeso, eterno. Lo terrible de su estado era la ausencia de memoria. Cada paso o gesto tenía que ser reinventado en el instante mismo de su ejecución y se perdía irremediablemente como partícula fugaz. Así Yaya, grandiosamente sencillo, ramillete de luces... pensaba en ser otro en quien buscarse.

Así se forjó al hombre. Y fue éste diferente, para poder Yaya reconocerse.

Demoró apenas un abrazo gestar al hombre. Para ello utilizó lo que había cosechado, una calabaza, dos granos almendrados de café, el revoleteo inquieto de un zunzún, dos cuentecillas de peonía y la fragancia del azahar. Pulposas tajadas de zapote brillaron parpadeantes de rocío, savia de los frutos del monte: resina y miel le fundaron la piel, dientes color arena y unos ojos profundos y negros como la calurosa noche que le daba existencia regocijaron al Creador. Pero a pesar del hombre o por el hombre mismo: el silencio le seguía pareciendo insoportable, hasta que por azar un jilguero en vuelo, con canción afilada se le incrustó al hombre en la garganta. Y... surge un canto de voz desconocida, y ahora Yaya no tiene que hablar en el silencio.

El hombre era hijo, la creación del Creador, el primer desafío, la primera palabra impuesta por la ausencia. Era norte y fuego, sal y sur. Con sus inmensos brazos manoteaba lo desconocido, tanteando al derredor. Nunca fue niño, giraba velozmente arrastrando a su paso la inocencia. Nada le detenía, su malicia era verdadera y su fuerza radicaba en su falta de arrepentimiento.

Al final de ese día, el Creador carraspeó y como cualquier padre feliz, pensó que era hermoso su hijo, y se durmió tranquilo sobre los manglares y esteros donde anidan las garzas y en el silbo está toda la verdad contada u olvidada. Al despertar se encontró con la fuerte presencia del hombre, su desafío le helaba la mirada y en todo el universo no hay memoria de encuentro más distante.

No obstante algo era cierto, era feliz y volvió a suspirar. Puso por nombre a aquella hermosa rebeldía Yayael, y lo amó desde el primer instante. Sólo al verle sonreír, tuvieron significado las montañas, los mares, las arenas, los pájaros.

El hijo era soberbio, alegre y pretencioso, solidario y muy cruel, demasiado ambicioso. Nunca pudo entender la fuerza del Creador, ni su eternidad solitaria.

Solía correr desnudo por el jardín de islas entre cálidas aguas arrastrado por una jicotea que le daba lecciones acerca de la vida. Ya en la orilla se acostaba en la arena y comía y bebía hasta saciarse.

Cada mañana era una sorpresa y lo aprehendido le ayudaba a hacer frente a la soledad, la misma que condujo al Creador a toda su epopeya. Yayael, se sintió sólo al igual que su padre, y aprovechando que dormía, construyó al “otro” desde su soledad. Y se repitió y repartió todo y tuvo que volver a reinventarse, y conjugar a las palabras, y los gestos y cualquier otra forma de existir, sin importarle la ancestral autoridad de Yaya.

Y tuvo el “otro” una sinfonía de pasiones, y conquistó la luz, los caminos, la sangre, la tormenta, la música, los sueños, las mañanas. Y tuvo por nombre Itiba Cahuaba, y fue mujer y madre tierra pariendo a gritos cuatro hijos, y se pegó a la tierra con las uñas y le dio de beber. Es pueblo - madre - ensangrentado de donde nacen los destinos que reúnen al hombre.

Al quinto amanecer la ambición en Yayael pudo más y renegó varias veces del Padre, encontrando su camino en la muerte, su cuerpo fue devorado por los cuatro gemelos con curiosa imprudencia y con sus huesos los hombres jugaron a construir futuro.

Las tibias noches de luna llena, cuando la paloma torcaz remonta vuelo quién sabe a donde, y el mar crepita al derretir el sol, Inriri Cahubabayael con sus graznidos nos recuerda a los hombres cuanto cuesta ser libres, mientras que dos antiguas siluetas retozan, eternamente desafiantes. Algunos confundidos parecen no advertirlas, otros creen que es futuro y se aferran por eso a los anocheceres.

El guateque













Era una mañana de domingo con olor a fritangas y bostezos; se sentía el morboso sopor –con su modorra- y un aire húmedo, caliente, cargado de fragancias. Esta quietud sólo se alteraba por graznidos de carairas y voces de chiquillos que corrían hacia el río a pescar la biajaca o, quién sabe, si a espantar a pedradas los totíes. Sin duda: la mañana de sonrisas y sorbos de café no presagiaba lo que acontecería. Podía haber sido una mañana más; pero la suerte cabalgaba dormida sin percatarse de que, arremolinada alrededor de la tinaja, danzaba eterna la retorcida trampa.

Como todos los días, Taíta José lleva a cuestas sus años hacia la casa mayor -al centro del batey- donde Candita prepara su café carretero, que José sorbe brevemente en su jícara para, luego, continuar con su rutina. Se asea y se viste con pantalón de dril, sombrero de yarey, guayabera, zapatos a dos tonos y sale con la prestancia de un orisha, derramando blancura. Sólo cuando el Taíta arrasta sus pasos por el terraplén, en el pueblo amanece.

Al final del camino, por un callejón empedrado, entre un montecino de tamarindos y ceibos rodeado de buganvillas y mariposas, hay un bohío sin cerrojos ni puertas. Allí vive el anciano, allí reposan y habitan desordenados sus recuerdos allí tiene su altar. Allí el colibrí y el sol le prestan sus colores a Ochumaré para coronar a Yemayá, quien con amor rezuma miel en la mañana, otorgando su bendición al hombre que feliz expande su canto: ¡Maferefun Obbatalá!, ¡Maferefun Shangó!, ¡Maferefun Yemayá! Mientras, a repique de cuero, una negra conjura el delirio que encierran sus caderas:

Tracatracatá...tacatá
empolvada en canela
tucu-tucu-tú...tucutú
con cruz de cascarilla y amasijo de albahaca

¡Siácara! – entona a viva voz una dulce canción:

Yemayá/Asezu
Asezu/Yemayá
Yemayá/Olokun
Olokun/Yemayá

El día es un canto de gracia al sol y a la fuerza que lo habita. José alimenta sus dioses con frutas secas y agua de arroyo. Se inclina ante el altar con humildad, hace repicar tres veces la sonaja y es como si se dejase escuchar la voz del santo en respuesta al llamado del viejo babalocha. Entonces aparece el coco, fruto mayor. Sin él no hay santería. Lo toma entre sus manos, levanta sus manos en señal de ofrenda y le bendice dejándole caer. Con un seco sonido se quiebra y de su seno brota, manantial, el agua que acaricia la tierra donde se esparce.

El Taíta recoge al azar cuatro pedazos y con sus dedos redondea las partes, dándole de comer a los orishas y a los buenos espíritus con las migajas que pellizca, pidiéndole se manifiesten y bendigan al día: es el obipikuti. El silencio sagrado corta el aire impregnado en olor a guayaba, cómplice del santero quien antes de la tirada, musita un rezo secular: “¡Atanú Che Odda elfú aro mo be aché mimó aro mo be omu tuto ana tutu tutu laroye!”. Cierra su mano izquierda, toca el suelo varias veces y dice: “Ile, moku kuele mi, untori ku, untori aro, untori eyé, untori ofo, untori mo de li fun loni:. La tirada comienza; el azar domina todo. La mano se abre, deja caer el acertijo y así, como milagro, parece la letra. Letra mala: es sagrada y es firme. El negro se persigna e invoca: “no haya muerte”. Pero sabe que la muerte ya acecha.

Cantan los gallos y la sombra del Taíta en el terraplén se desvanece. María Mercé se revuelca en su catre, se estira y estruja los ojos en señal de fastidio. Mira por la ventana cómo Mamá Dominga ordeña a Pijirigua y se levanta de repente. Está desnuda y brilla y se vuelve a estirar y se toca las tetas, tan turgentes y duras como caimito verde. Tiene la piel canela, suave, morena, fruta madura. Un cuerpo que es delirio con sus altas montañas que bajan lentamente. Se mira varias veces al espejo sonriéndose gustosa y se da unas nalgadas en las inmensas carnes donde alguno del pueblo ha soñado perderse. Se pone una bata que marca su figura y sale al patio; la gente no parece notarla. Va al aljibe, saca un balde con agua y lo lleva a la recámara, y comienza a lavarse la entrepierna que frota, acaricia, mientras piensa en José.

Mediodía. Olor a macho asado en púa se mezcla con los tragos de aguardiente. Una nena de tímidas trenzas pide el rabito del puerco al asador mirándole fijamente. José se queda absorto unos instantes hasta que una frase lo hace reaccionar: “Avemaría purísima, María Mercé, otra ve moletando al muchacho. ¡Qué vejiga más liera me ha salío, carijo! ” José vuelve a sonreír y María Mercé, con sólo nueve años, sabe con quien quiere pasar el resto de su vida.

Es día de jolgorio. Un grupo de chicas vestidas y olorosas se divierten, cuchicheando socarronamente y auxiliándose de sonrisas, abanicos, pañuelos. Comienza el guateque y los monteros con sus brazos tiernos, sus besos y sus miembros duros por la falta de hembra durante la semana de faena, están por ingresar al barracón. Dos repentistas irrumpen con la infaltable controversia, acompañados por guitarra, laúd y tres. El primer hombre, guitarra en mano, canturrea:

Cuando un potro se enamora
y de una yegua se mete
seguro se forma el brete
al ratico y sin demora...
El segundo contesta:

...trota libre a toda hora
no se detiene a pensar
mas cuando le va a ensillar
su jinete, se cabrea
y relincha y corcovea
sin que le pueda montar.

La respuesta de un tercero no se hace esperar:

Así el caballo flechado
por los ojos de su yegua
no tiene paz ni da tregua
cuando le quieren atar
lo que desa es saltar
de una vez a la pradera...

Otro repentista, con picardía, remata el cantío:
...donde la potra cerrera
seguro le va a esperar
y entonces sí, se va a armar
la tremenda jodedera.

Se escuchan aplausos y risas, no se puede precisar si es por las décimas recién improvisadas o por la llegada de los hombres al batey. Hay música, comida, tragos, urgencias, sueños, hombres y mujeres. El instinto y el azar hacen el resto.

De momento, María Mercé siente una mano inmensa que la sostiene firme y la estrecha y la palpa desesperadamente. Por temor, al principio no puede responder, pero al instante cede al deseo y comienza a bajar lentamente, explorándolo todo, y trata de domar con sus pequeñas manos ese potro bravío que se retuerce convulsivo, vibrante, lujurioso. Y en un siglo de comunión perfecta, se mezclan los fluidos, se comparten sabores, cuando dos se descubren amándose al final en estado de gracia. Así fue que José, mientras sacaba su miembro todavía semierecto y exhausto, se juró que amanecería eternamente al lado de su hembra.

El Taíta se estremece al escuchar estrepitosas carcajadas, abre los ojos y no puede creer lo que está viendo. Está desnudo y solo, en el centro del salón con el cuerpo arruinado por los años, sin fortalezas, sin resguardos. Mira a su alrededor y ve frente a sí mismo a aquel José, sonriente, con la niña Mercé manoseándose y haciendo cochinadas. Y cierra los puños, desenvaina el machete, arremete con frenesí contra el joven que fue y de un solo tajo le raja el pecho en dos. María Mercé se esfuma como el miedo y el viejo se retira del baile con pasos lentos, semejándose al sol con su explosión de colores. Su silueta se pierde en el terraplén. Llega a su casa, se recuesta...duerme...Confundiendo el ayer se escapa del olvido y despierta maravillado, sudoroso: soñando que está muerto.

Cuentan que, desde esa noche, el sol no ha vuelto a aparecer por el batey.

Amada Sombra amada














Todos los días con la puesta del sol, cuando el tiempo diseminado en cualquier dirección se detiene hacia el sur, un estallido de ausencias refleja una silueta de furiosos rojinegros. Ángelus de paso firme y grácil contoneo de caderas que esparce su oscuro cabello e inmensos ojos verdes sobre la agonía del crepúsculo, ardiente devaneo que procura reinstalar la memoria en los atardeceres.

Cuando esa lobreguez se diluye en los áridos pastizales que enclaustran el poblado, las mujeres auguran su destino desde esa nefasta oscuridad y proyectan sus infortunios en la sórdida espesura que la sustenta. Imploran que la verdad no le explote en el medio del rostro y le rompa la cara. Roto silencio, partido siempre en dos, obligado a escupir una blasfemia. Desaliento y temor crucificados por palabras en cuerpos que agonizan completamente ciegos sin sus alas.

Los hombres, por su parte, parecen fundirse con Sombra en una entidad, como si la misma emanara de su imaginación y sublimara su presencia en las vacías noches de la olvidada Villa. Sombra y hombre se derrotan, ora en el lecho donde conjuran sus cómplices atisbos, ora en el cuerpo donde sepultan la lujuria como ofrenda, reservada a la lengua de la Santa Sombra desnuda y enterrada en el exacto sitio y momento en que los sueños gimen y el cuerpo penetrado se retuerce. Sombra de mujer sola, sombra mala, mujer no liberada de su sombra, sombra atada, mujer atada por su sombra mala, mala mujer en boca de otras “santas” que quieren ser tan malas como sombras, santa sombra del mal, mala palabra en boca de la noche que la salva. Así, de la tarde, surge “la Amada” para seguir tejiendo su sueño de tinieblas.

Amada salvajemente bella, intensa, extraña, no la sojuzga la conciencia ajena y es lo más parecido a una caricia; en su cuerpo cualquier hombre redime sus fantasmas. Poco saben de ella los que gozan de su frenético placer. Y no hay palabras que puedan construir su paraíso, la dulzura de sus ganas, no existe un solo ser que no pretenda sondear su alma cuando el sol ya no existe y una silueta firme, descarnada se desata los huesos uno a uno, y se mete despacio en el costado justo en que le falta al hombre el verbo.

En una carpa de colores que se encuentra a pasos de la Plaza habita Amada absorta. En la entrada hay un pequeño letrero donde rezan las siguientes palabras:

Cualquiera que pase,
puede entrar sin ser visto.
No espere regalías,
un pequeño tirón en el bolsillo,
una bofetada de humo,
un grito o una buena mamada.
Rompa la falsedad
aunque por ello se parta en dos
a la misericordia.

La carpa redentora es frecuentada por todos los mancebos del poblado, su dueña no conoce de razas ni credos ni blasones, sabe de sus ancestros y sus andanzas por las inmensas tierras africanas, de marineros portugueses que concurren a la feria a vender sus productos y encamarse con la puta más rara, de granjeros y señoritingos que vienen a retozar por sus encantos con presuntuosa usura, de guajiros y chinos conversos que viven en el monte a las pajas. Y hasta comentan que le cumplió algún sueño, la mismísima Ochún, la orisha del amor y de las ansias que seriamente rige en su cabeza y que le guarda. Pero la única riqueza que disfruta y recorre es la tierra que intima y que ama, es la fértil y majestuosa Habana, de empedrados y aromas, amante de marinos, mujer prostibularia que amamanta piratas, espejismo de luz en el inmenso azul de la resaca. Su amor por ella le tortura y le salva cuando el hombre en quien sueña se ausenta, sereno al despertar con la alborada y la sombra que la posee por las noches, exhausta se adormece sobre lágrimas.

La tarde en que apareció en la Villa “el forastero”, se escucharon afligidos tañidos de campanas, aguas danzantes que rebasaban los aljibes y un penetrante olor a azufre irrumpía hasta en los más recónditos lugares, pero lo más excitante de su presencia era la música bestial que emanaba, que estremecía a las aves y alborotaba a vagabundos. Nadie recuerda su rostro, ni linaje, ni voz. Nadie le hubiera recordado si no fuese porque en uno de sus paseos por el pueblo, en una esquina, como por casualidad, a la sombra de un limonero, estaba Amada, tejedora de sueños. Una alegre canción escuchada parecía invadir todo. La voz del trovador mulato que le canta al amor y logra que los pájaros jueguen deliciosamente a posarse sobre los tejados, musitaba cálidos versos, al tiempo que la chusma diligente reposaba a la sombra de los flamboyanes del Puerto. Fue esa voz la que acarició el corazón del forastero, quien deslumbrado por primera vez en muchos siglos se pudo conmover hasta el suspiro, imprimiendo cada uno de los versos a su aliento... y el trovador cantaba:

“La luz que en tus ojos arde,
si los abres amanece
cuando los cierras parece
que va muriendo la tarde”

Todo se transformó en un instante, toda la luz del mundo, invariable, se quedó retenida en las pupilas de aquellos jóvenes que se miraban otra vez y otra vez, reconociéndose en ese gesto eterno. Él supo que sus días de placidez y soledad estaban terminados y que algo tierno y cálido comenzaba a instalarse al “sur de su garganta”. Ella le suplicaba a Dios clemencia pues sentía que el peregrino la despojaba perennemente de tristezas, dejándole habitar en sus profundidades donde nadie en el pueblo pudiese lastimarla; tenía la extraña certeza de que al anochecer los pasos de él se detendrían cansados de caminos y le sorprenderían dibujando su sombra con vocablos muy dulces y un rugido de fiera que en boca del extraño se mudaba en versos:

Temerosamente cierto
es el amor que llega a mi garganta.
Insomne vigía, acto de fe,
juguete de tus sábanas.

Me gustaría tenerte
a sorbos, calor, siesta,
descarada inquietud
penetrando tu espalda.

No es ninguna caricia,
no es consuelo,
verdad ceñida a medias / loca trampa,
que me borra la tierra
calcada en las rodillas,
por la distancia tan desesperada.

Si tuviera la suerte del amor
que me llena de sueños la garganta,
inundaría algún corazón amargamente,
para quedarme quieto
entre sus alas.

Los amantes detenidos en el centro de una confusión natural se preguntan quiénes son desde un reprimido silencio, saben que pueden en un instante estar al borde de migrar, letanía del margen en que suelen sobrevivir los enajenados, mundos amados desde orillas cercadas por la oposición, tratando de adivinar el momento en que pueda fermentar el futuro desde ese impedimento. No se trata de renuncias. Es sencillamente la inexistencia de los otros desde la mirada confundida del sueño que no pretende congeniar con los difuntos.

Si el sol ese día de gracia no hubiese marcado con línea débil la cabeza confundida de los amantes y el vacío de estómago no hubiera detenido al forastero, quién hubiese podido complacerse con la leche materna retenida en las gloriosas tetas de la Amada. Sagrada leche que sería pan en bocas de sus hijos, que sació antigua sed, en bocas, cautivada. La Sombra mala se apoderaba todas las tardes de la muchacha, secándole las glándulas mamarias como un oscuro cráter lunar, inhóspito y estéril, sin niños que revolotearan acariciando sus laderas. La santa Sombra frente a un hombre de veras nada podría hacer y sólo amada así, Amada lograría librarse del maleficio de ser diferente.

Ahora desea maldecir por haber crecido huyendo de la imagen de su madre, necesita blasfemar, sobreviviente temerosa a la oscuridad del padre “celestial”, quien con confundido amor rompe cariñosamente los huesos a mamá, mientras cose recostada al fogón sollozando por el destino de la protagonista del último culebrón. Ya se le había prendido la frágil letanía; se repetía: “tu padre no es tu padre”. Entonces, sólo entonces, sentía gran alivio y entre dormida se imaginaba puta.

Al acecho en la calle, virtual transformación de rostro y cuerpo, reflejados en otro espejo roto de un puñetazo, padre grita como un mariachi herido “a las buenas, soy muy bueno y a las malas soy bien malo”. Es la silueta que reconoce como suya desde hace un tiempo largo, entretanto con las piernas abiertas a la espera de la maldición tiene certeza de que ese es el precio que tiene que pagar para sentirse libre. Voz de su conciencia que reta a los locos que se atreven a desafiar la gravedad. Expresión atada a la cintura por cintas de colores que evitan su caída estrepitosa contra el piso, descifrando intenciones en brazos y piernas que empiezan a quebrarse. Una muchacha resiste los embates de la sombra, al tiempo que con la mirada fija pretende recordar una canción que repite hasta el cansancio:

“Amada, la claridad me cerca,
yo parto, tu guardarás el huerto,
Amada, regresaré despierto,
otra mañana terca de música y lirismo,
regresaré del sol que alumbra el dulce abismo”

Cierra los párpados para no enceguecer, teme que la imaginación se le cuelgue a la espalda, a ella que no cree en la Ley del Talión. Ghandi, el Mahatma, decía: Si es ojo por ojo, el mundo puede quedar ciego. Con rabia insiste en que se queden sin vista los culpables entretanto vuelve a pensar en la sombra, en el pueblo que es historia y en el forastero y su suerte. Tiene la certeza de que todo esto habita sólo en su imaginación, pero le apetece reconocerse en la puta que pudo ser. ¡Qué valor de mujer para oponerse a su destino! Vuelve la palabra a través del recuerdo, lo último que le escuchó decir a Amada mientras se deshacía de la Sombra todavía la conmueve: La mejor definición del fracaso es no tratar...

La tarde reproduce una silueta que agitada por la brisa se esfuma como un sueño. Una santa palabra recorre la boca de la noche - puta feliz - a pesar de la Sombra. Tierna presencia, luz de buena mujer, albor de vida, surge Amada. Mientras su sombra revoletea siniestra alrededor de un cuello, jadeante, agazapada, se retuerce y ataca. Esta hija estéril del Quijote imagina a la Sharon Tate prestándole a Rosemary el bebé, fruto de la última puñalada que Mason le asestó en el infierno a Polanski.

La redención de las mareas




















Escarba la arena con su pequeño pie al tiempo que azarosa descubre caracoles, muelas, caparazones de cangrejos y con extraña suerte alguna que otra botella de recalo. Se adorna el pelo con un ramillete de sargazos tornasolados. Danza tratando de aferrarse a la maldición de las cerrazones y el flujo de mareas que definitivamente la trastornan. Se siente isla, entre el ir y venir de pájaros rasantes, el jugueteo de las corrientes y la sal implicándolo todo.

Muchas veces entre dormido me pregunto ¿de dónde emergerán los mitos como ella, en estas islas? ¿Será de los murmullos de animales heridos, de los suspiros de piratas, de los naufragios, del llanto del manatí, de las luminiscentes noctilucas? O acaso de los atardeceres, donde la piel oscurece y la boca reseca se silencia para escuchar crujir al sol. ¡Qué destino el de los tienen como horizonte el mar! Más allá, siempre hay algo que te espera. Por eso los fantasmas se esfuman de las islas. Las malas lenguas especulan como las corrientes los arrastran en una dirección. Otros juiciosamente consideran que lo que les paraliza es el miedo insondable a la desilusión. Y de eso culpan a las mareas los fantasmas, tan volubles y errantes. Entendible destino de los que apuestan a lo desconocido, percibiendo que el mar domina todo. Diluyendo lo propio, convirtiendo lo tangible en utopía.

¡Pero le zumba el mango! Que persistente es la memoria. Con tanta agua de por medio y los sensuales movimientos quedan pegaditos, bien ceñidos al cuerpo y en cuanto suena un pandero en lo de los Clerk, se ilumina toda la Joya del Castillo, y un suspiro de aguardiente compromete la noche de Ponce, lenocinio y mala reputación sosteniendo al Calipso que se mezcla en las manos callosas de los tocadores de bomba, “los bomberos”. Allí está Julio Mora “la perla” y el cocherito Stanley y Joselino Vargas y todo el puterío, y Elena Sánchez, con sus noches a cuesta y miles de hombres tatuados en el cuerpo.

Vamo a ve, vamo a ve, gritaban los muchachos: ¡Que salga la Elenita! Esa puta sí que se mueve bien. No hay quien baile la plena así. Ya tú sabe, saoco puro mi ambia. No me hagas hablar, que se me eriza hasta la cocorotina. Esa mulata se la hacía parar hasta el mismísimo Santo. Siempre soñé que se me venía encima, se subía la falda y se entregaba en una cabalgata infernal y yo que podía hacer, soñar no más. Que soñar es lo más hermoso y barato que tenemos los pobres. Ahora ya soy un viejo y tuve que dejar las andanzas, pero durante mucho tiempo, a cada negrita que me sacudía, le tapaba la cara y me la imaginaba a la Elenita. Qué puta, qué mujer. Bah... pa’ lo que queda en el Convento, mejor me cago adentro. Como me dice Etelvina, mi entená:

-Usted siempre en las mismas, alterándose y después con la presión por las nubes.

-Y yo pienso que por lo menos algo tengo bien arriba. No, si cuando yo lo digo, las cosas nunca vienen solas. Si ya no sirvo ni pa’ sacar putas a mear. Ah, se me había olvidado. Ves que no ando nada bien. Te estaba contando de Elenita ¡Qué mujer!

Pero como no la iban a cortar, si era un verdadero remolino. Era una bola de humo, una carretillera. Fue en un baile de plena, en la Avenida Hostos, vía Ponce, hacia el sector de la playa. Fue cosas de putas; pelearon por Bumbum Oppenheimer, arador de hacienda, animador de fiestas. La puta le gritaba, te voy a desfigurá salá. No te va a reconocer ni tu madre. Y tú puedes creer que se veía más bonita y le daba un aire entre sórdido y erótico. No la vi nunca más, dicen que murió de vieja. Virgen, aunque nadie lo crea, y que bien entrada en años, mantenía su frescura y esos movimientos de caderas que revivían hasta los muertos. Tuvo suerte, si una plena le dedicaron y todo. Todavía de vez en cuando la pasan por la radio:

Cortaron a Elena,
cortaron a Elena,
cortaron a Elena
y se la llevaron al hospital.
Su madre lloraba,
cómo no iba a llorar
si era su hijita querida
y se la llevaron al hospital.

De Bumbum, rey de la plena, jodedor nato. ¿Qué te puedo contar? Fue acuchillado en un baile, asunto de faldas, y murió al poco tiempo, en el Patio San Antón allá por el año 29.

¿Qué si pienso volver a la isla? No, ya es muy tarde. Y la cabeza no me da pa’ reflexiones mijito, y las orillas se me confunden, y no sé en cuál estar.

Y es lo que yo digo. Por algo Dios hizo la tierra y las aguas y las estrellas... Separarlas me parece que le dio buen resultado. Pero no me hagas caso. De qué te estaba hablando: La, la, la, ra, ra... ¡Qué tiempos aquellos!

Cortaron a Elena,
cortaron a Elena,
cortaron a Elena
y se la llevaron al hospital...

La, la, la, ra, ra... Hum...

Al atardecer de una orilla cualquiera, de quién sabe qué lugar, una curiosa ola ronronea, en espiral cortado; los vientos alisios acarrean la pleamar. Es romance y pasión, atracción fatal entre los complementos. A veces, solo a veces pienso si Elena no habrá sido espejismo de cuarto creciente o el resultado del cruce de corrientes. Una silueta con nombre de mujer, surgida de la sangre de un tiburón herido o remanente violento de la lucha del hombre. Reseca de la playa, que percibe en cada ocaso cómo se le ensanchan los senos, las caderas y se deja cercar por el delirio, y se entrega plena a la primera ola, que le arrulla lentamente los pies, luego la ciñe toda en húmeda caricia, la hace emerger desde lo más profundo y en un grito de fe la sujeta a otra orilla donde nadie a va poder tocarla. Y no vengan ahora a preguntar si tuve que pensarlo o si esto o aquello. Es el puñetero destino. Si Dios hubiese querido evitar estas cosas, no habría dos orillas y el horizonte fuera, toda tierra. Pero el mar con su impertinente sensualidad te lleva directico al horizonte, donde está lo mejor. Así de fácil los hombres nos partimos para siempre el corazón en dos. ¡Maldición, maldición, maldición! - repiten hasta el cansancio, ciegas voces de orillas. Más no hay regreso posible. Infelices, no se dan cuenta, acá también hay quienes lamentan sus miserias y padecen zozobras de mares. Destino del naufrago, que busca inútil, completamente confundido un lugar que solo existe en sueños.

A veces pienso en Elena, en su rostro ensangrentado y sus fluidos dispersos corriente abajo, regresando a un punto de partida irrecuperable, en el cual siempre estamos estáticos como árboles, atados a un único lugar, que el desarraigo se encarga de ponderar. Agridulce y quebrada en dos es la soledad de los que emigran. Son como parias, metáfora de una cortadura en plena cara. A veces pienso en lo que me pasa, pero solo a veces porque me parte el alma.

La evocación del peregrino

I

Cuál es la consigna:
preguntó el principito al farolero,
el padre a la hija,
la madre a su cómplice
y él a su camarada.

Cada loco con su tema
masculló el extranjero,
mientras fijaba la mirada al infinito
revelando a media lengua la respuesta.
Dando una vuelta entera,
como en las rondas infantiles
haciendo reverencias.

Saltó en un pie,
quiso llegar al cielo.
Frente a tanta impotencia,
tanto cielo, tanta tierra, tantas consignas
suspiró lentamente, lanzó la primera piedra
y sin pisar las rayas, apoyó sus dos pies
marchándose confundido de silencio.

II

El extranjero cohabita con la dificultad
de una voz nueva.
Él, que navegó sin miedo al ala
por los siete mares y los tantos cielos
despojado de todo,
se sostuvo danzando alrededor del fuego
sin ningún ornamento,
tan sólo con sus huesos
remontando la llama.

No hay palabras
sólo música y gesto
no se cansa
no le cansa lo extraño
ni los tantos inviernos.

Siempre despierta, entre olores y sueños,
sin palabras
con el nombre de un ángel
tan mudo como él
con los oídos secos
implorando de espaldas una señal
que le permita revelar el regreso.

III

Cuando el gesto rutinario
se trueca en culto
cuando lo escondido
se transfigura en sagrado
el extraño busca su sombra.

Parado en la cornisa
imita libremente el aleteo de un pájaro
tan lejano y ajeno como él
como las manos mismas que agita.

Al centro: la memoria sola
Ambos, no temen al abismo

IV

De un inmenso valor
hoy ya traspapelado
entre algunas ausencias
se sostuvo unos años:
los primeros.

Luego, el después
mientras se desgarra con voz
inentendible
“¿qué importa del después?”
Y... las despedidas que no cesan,
la mirada mansa de quien se queda
fijado a un cristal,
que separa lo propio de lo ajeno
como si se pudiera retener el amor
como si las pupilas pudiesen
evitar la partida
Y... luego, el silencio
contemplación de la dócil verdad.

La clave esta en el salto.
una lágrima puede romper el hechizo
y la palabra espesa sobra,
las manos se separan, abruptamente,
allí donde otros en similar ritual
transitaran, una vez y otra vez,
la vaguedad de algún ofuscamiento

V

El peregrino hastiado de andar
no pudo dilucidar
si sus deseos del pasado
fueron deseos
o simplemente
memoria del futuro
que se hace presente

VI

Vive esperanzado
de recibir la contraseña.
Con un mismo paso,
atento, aguarda el momento
en que la altura del vuelo
lo separe de la tierra.

Más allá, el mar,
orillas opuestas
jugando a interpretar los espejismos.
Cantos de sirenas
exaltan las orillas,
donde inmensas mujeres
de enormes tetas verdes,
jugosas y lascivas,
revolean pañuelitos de colores.
El milagro duerme,
la realidad disfruta como si fuera sueño.

A lo lejos, un río inmenso
se hace pequeño
dibujando la tierra
mientras sigue en su lecho
siendo y no siendo
al mismo tiempo.

VII

Piezas indivisibles,
fracciones de un todo
asedian su cabeza.
El desterrado
añora la evocación,
la alegría,
mientras su imaginación se atasca
en profundos laberintos
que no pretende reconocer,
que no logra identificar.

El cuerpo reposa,
el alma huye
-prendida a algún recuerdo-
mientras explora la apariencia
cercanamente ajena del cuerpo.

Uno y otro, desde la diferencia,
se reconocen partes de la totalidad

VIII

Cuando se trasponen las ordenadas
emerge la mirada,
los demonios se suman,
los pájaros huyen alborotados.

Al atardecer, un haz de luz
retraído, como la primavera que comienza,
se concentra,
entre heladas y lloviznas,
dibujando la tristeza de un hombre
tan simple
como las sutiles líneas que la envuelven

IX

Nadie percibe con anticipación el desarraigo
cuando sucede, sobrevino.
Todos los flancos se redimen,
no se conoce el canto y se canta.
Única cuerda del instrumento único
cuando tiemblan los dedos,
grita el corazón
y la cabeza que parece estallar.

Una voz nueva emerge sin miedo:
su consonancia nos induce a bregar.

X

El dolor sana,
el silencio desesperado
da lugar a voces reconocidas
que emergen de los rostros cotidianos.

El trashumante deja de buscar
el fuego crece
y la sombra encantada retrocede
dejando lugar
al calor y la luz

XI

A Ayelén Casanovas

No percibió cuándo dispuso la urdimbre,
cuándo eligió las hebras para cada pasada,
cómo logró esa delicada red,
tan tenue y exquisita.
Espesa y delicada
de estampa difícil.

Nunca pudo enterarse
de dónde procedía
el color,
la palabra,
el perfume
y, por sobre todas las cosas,
su mirada.

XII

A mi vieja

El hombre errante
es el presente de lo eterno
guiado por la voz de la anciana milenaria
aquella con cara de luna
que alimenta pasiones.

La misma que hoy teje el ajuar
para su nacimiento a la muerte.

Fotos de familia